1. EVALUACIÓN
Perdido en Bilbao
No hace tanto tiempo, el dieciséis de septiembre de 2017, un chico de Zarautz llamado Laokoon salió de su casa para subirse a un autobús hacia Bilbao. En Bilbao, se celebraba una manifestación convocada por Gure Esku Dago sobre el conflicto politizado (no político) de Cataluña, más bien a favor del derecho a decidir tanto del pueblo catalán, como del vasco y de todos los pueblos del mundo.
Después de haber convencido a sus padres para que le dejaran ir solo, ya que tenía quince años y ellos no podían, Laokoon se dirigía al autobús organizado por el mismo Gure Esku Dago, en el cual había dado su nombre el día anterior. Allí, había quedado con unos amigos con los que participaría en la manifestación.
Laokoon corría hacia el autobús. Siempre lo hacía. No porque fuera tarde, sino porque estaba excitado. Además de nervioso estaba felíz, porque aparte de ir a una manifestación en la que creía firmemente, iba a ver a sus amigos, con los que no había estado desde mucho tiempo atrás.
Llegó a la parada del autobús diez minutos antes de la hora. Trece minutos después, tres minutos más tarde de la hora acordada, llegó el autobús. Era un autobús blanco de Alustiza, con círculos morados y grises a ambos lados y la marca de la empresa. Disponía de cincuenta y cinco plazas, de las cuales solo dos quedaron vacías.
Laokoon se sentó en el primer par de asientos libres que encontro. Si podía, siempre prefería estar solo, porque luego le satisfacía y le llenaba de nuevos conocimientos al hablar con los desconocidos del asiento siguiente. Esta vez no fue diferente. Una mujer de unos sesenta y cinco años llamada Jexuxa se le puso al lado. Laokloon, viendo la intención de la mujer, dio pie a la conversación con un tímido “hola”.
-Te doy miedo, ¿o qué?- dijo ella enseguida, respondiendo al gesto tímido de Laokoon- ¿vienes solo?
-Sí- él, ya más relajado y naturalmente- allí, en Bilbao, he quedado con unos amigos.
De allí en adelante la conversación fluyó, hasta terminaron intercambiándose sus números de teléfono.
Normalmente, Laokoon solía sufrir en los autobuses desde la primera vez que se mareó en uno. Lo recuerda horrorizado. Esta vez, el viaje se le hizo hasta corto.
Una vez llegado a su destino le costó bastante encontrar a sus amigos entre la multitud. Se sentía incómodo entre tanta gente. Le tenía miedo al sentimiento de sentirse solo entre la gente, y todavía más a que lo notaran. Sus amigos no le respondían a sus llamadas. Empezó a sudar y a arrepentirse. Hasta pensó en ir adondo se hacían citado con el autobús y quedarse allí esperando. Al final, los encontró delante del portal número 155, una puerta vieja pero metálica, no pegaba nada con el estilo de la calle, pero allí la pusieron. Sus amigos le estaban esperando.
Mientras la manifestación transcurría, se olvidó de sus miedos y caminó alegremente por las calles de Bilbao, llenas hasta los topes, un grandísimo logro.
Cuando terminó la manifestación, después de cantar “Agure Zaharra” los allí presentes se empezaron a dispersar. Justo en el momento en el que terminó la manifestación empezó a llover. Cómo no, él, siempre igual, sin paraguas; se acordó de su madre.
-Laokoon, no olvides el paraguas, hoy va a llover- le dijo ella antes de que saliera de casa.
-Ya lo tengo- gritó él, como cada día. Pero no lo cogió.
Entoces se despidió de sus amigos que se fueron a sus casas, cada uno a su manera, y él se fue a la rotonda del ayuntamiento, donde habían quedado con el autobús. Con Google Maps entre sus manos y protegiendo su LG negro de la lluvia, se dirigió hacia allí. En el camino se topó con varios conocidos con los que se paró para hablar.
Al cabo de un rato, a las 19:50 (habían quedado con el autobús a las 20:00) llegó a la rotonda. La rotonda era enorme, con varios arbustos y hierba natural en ella. Todavía quedaba gente, muchos esperando a los autobuses para volver a sus casas, otros tomándose unas cañas fuera del alboroto de los bares y otros paseando al perro, sin saber que en su ciudad pasara nada especial aquel día.
Cerca de aquella rotonda había dos paradas de autobús. Él se acercó a ambas y en ninguna de ellas se encontró a nadie conocido. Ya eran las 19:58 y se estaba poniendo muy nervioso. Cada diez segundos miraba al reloj y aunque él no fuera nada puntual, temía que los demás lo fueran. A las 20:01 vio pasar al autobús. Justo enfrente suyo. Al parecer sin que nadie le viera. En este momento se acordó de Jexuxa. De prisa sacó el móvil, buscó el contacto de Jexuxa y la llamó. Al tercer pitidó respondió:
-Dime- dijo como si no hubiera mirado quién la llamaba.
-Jexuxa, soy Laokoon, os acabo de ver pasar, estoy en la rotonda- le respondió el nervioso.
-¡Parad el autobús! ¡Tenemos que volver a la rotonda, es Lukun!- gritó ella (le costaba mucho decir mi nombre, pero no era el momento preciso para insistir).
Diez minutos después, vio entrar de nuevo en la rotonda el autobús blanco de Alustiza. En la pantalla delantera se podía leer “Zarautz” parpadeando en amarillo, como si ya estuviera cansada de avisar. Laokoon tuvo que correr detrás del autobús mojándose, pero le daba lo mismo. Mejor eso que recibir la bronca de su madre.
Esta vez, la conversación entre él y Jexuxa comenzó con un “¡gracias!” y un abrazo; en vez de empezar con un “hola” tímido.
Después de haber convencido a sus padres para que le dejaran ir solo, ya que tenía quince años y ellos no podían, Laokoon se dirigía al autobús organizado por el mismo Gure Esku Dago, en el cual había dado su nombre el día anterior. Allí, había quedado con unos amigos con los que participaría en la manifestación.
Laokoon corría hacia el autobús. Siempre lo hacía. No porque fuera tarde, sino porque estaba excitado. Además de nervioso estaba felíz, porque aparte de ir a una manifestación en la que creía firmemente, iba a ver a sus amigos, con los que no había estado desde mucho tiempo atrás.
Llegó a la parada del autobús diez minutos antes de la hora. Trece minutos después, tres minutos más tarde de la hora acordada, llegó el autobús. Era un autobús blanco de Alustiza, con círculos morados y grises a ambos lados y la marca de la empresa. Disponía de cincuenta y cinco plazas, de las cuales solo dos quedaron vacías.
Laokoon se sentó en el primer par de asientos libres que encontro. Si podía, siempre prefería estar solo, porque luego le satisfacía y le llenaba de nuevos conocimientos al hablar con los desconocidos del asiento siguiente. Esta vez no fue diferente. Una mujer de unos sesenta y cinco años llamada Jexuxa se le puso al lado. Laokloon, viendo la intención de la mujer, dio pie a la conversación con un tímido “hola”.
-Te doy miedo, ¿o qué?- dijo ella enseguida, respondiendo al gesto tímido de Laokoon- ¿vienes solo?
-Sí- él, ya más relajado y naturalmente- allí, en Bilbao, he quedado con unos amigos.
De allí en adelante la conversación fluyó, hasta terminaron intercambiándose sus números de teléfono.
Normalmente, Laokoon solía sufrir en los autobuses desde la primera vez que se mareó en uno. Lo recuerda horrorizado. Esta vez, el viaje se le hizo hasta corto.
Una vez llegado a su destino le costó bastante encontrar a sus amigos entre la multitud. Se sentía incómodo entre tanta gente. Le tenía miedo al sentimiento de sentirse solo entre la gente, y todavía más a que lo notaran. Sus amigos no le respondían a sus llamadas. Empezó a sudar y a arrepentirse. Hasta pensó en ir adondo se hacían citado con el autobús y quedarse allí esperando. Al final, los encontró delante del portal número 155, una puerta vieja pero metálica, no pegaba nada con el estilo de la calle, pero allí la pusieron. Sus amigos le estaban esperando.
Mientras la manifestación transcurría, se olvidó de sus miedos y caminó alegremente por las calles de Bilbao, llenas hasta los topes, un grandísimo logro.
Cuando terminó la manifestación, después de cantar “Agure Zaharra” los allí presentes se empezaron a dispersar. Justo en el momento en el que terminó la manifestación empezó a llover. Cómo no, él, siempre igual, sin paraguas; se acordó de su madre.
-Laokoon, no olvides el paraguas, hoy va a llover- le dijo ella antes de que saliera de casa.
-Ya lo tengo- gritó él, como cada día. Pero no lo cogió.
Entoces se despidió de sus amigos que se fueron a sus casas, cada uno a su manera, y él se fue a la rotonda del ayuntamiento, donde habían quedado con el autobús. Con Google Maps entre sus manos y protegiendo su LG negro de la lluvia, se dirigió hacia allí. En el camino se topó con varios conocidos con los que se paró para hablar.
Al cabo de un rato, a las 19:50 (habían quedado con el autobús a las 20:00) llegó a la rotonda. La rotonda era enorme, con varios arbustos y hierba natural en ella. Todavía quedaba gente, muchos esperando a los autobuses para volver a sus casas, otros tomándose unas cañas fuera del alboroto de los bares y otros paseando al perro, sin saber que en su ciudad pasara nada especial aquel día.
Cerca de aquella rotonda había dos paradas de autobús. Él se acercó a ambas y en ninguna de ellas se encontró a nadie conocido. Ya eran las 19:58 y se estaba poniendo muy nervioso. Cada diez segundos miraba al reloj y aunque él no fuera nada puntual, temía que los demás lo fueran. A las 20:01 vio pasar al autobús. Justo enfrente suyo. Al parecer sin que nadie le viera. En este momento se acordó de Jexuxa. De prisa sacó el móvil, buscó el contacto de Jexuxa y la llamó. Al tercer pitidó respondió:
-Dime- dijo como si no hubiera mirado quién la llamaba.
-Jexuxa, soy Laokoon, os acabo de ver pasar, estoy en la rotonda- le respondió el nervioso.
-¡Parad el autobús! ¡Tenemos que volver a la rotonda, es Lukun!- gritó ella (le costaba mucho decir mi nombre, pero no era el momento preciso para insistir).
Diez minutos después, vio entrar de nuevo en la rotonda el autobús blanco de Alustiza. En la pantalla delantera se podía leer “Zarautz” parpadeando en amarillo, como si ya estuviera cansada de avisar. Laokoon tuvo que correr detrás del autobús mojándose, pero le daba lo mismo. Mejor eso que recibir la bronca de su madre.
Esta vez, la conversación entre él y Jexuxa comenzó con un “¡gracias!” y un abrazo; en vez de empezar con un “hola” tímido.
Claustrofobia y autofobia
Hoy quería escribir sobre la claustrofobia. No porque sea un miedo que yo tenga, sino porque me parece una fobia muy interesante. Quería escribir solo sobre la claustrofobia. Pero no podía dejar de hablar también de la autofobia. Comencemos uno a uno.
Claustrofobia. Claustro significa cuarto, cámara. Fobia significa miedo. ¿Miedo a un cuarto? No. Creo que le falta algo. “Microclaustrofobia” podría estar mejor, pero las palabras se las inventan otros, no yo. Según la RAE, la claustrofobia es “fobia a los espacios cerrados”. Yo le añadiría “... y pequeños”. Pero esto no me interesa tanto, ya hablaremos de las causas más tarde.
Autofobia. Auto (aparte de coche) significa propio o por uno mismo. Fobia sigue significando miedo. ¿Miedo a uno mismo? ¿Miedo a mi propio yo? Tampoco lo creo. Me he inventado una palabra que me parece graciosa para describir este miedo: “soledadfobia”. (Lo que más o menos en euskera sería “bakartxofobia”, y esto es de lo que padecemos todos los estudiantes de cuarto). Aun así, esta palabra no la deberían de aceptar ni los que se inventan palabras. La RAE no acepta (o por lo menos no recoge en su diccionario) la palabra autofobia, y la única palabra que he encontrado para describir el mismo miedo es “monofobia”, pero tampoco la acepta y me parece más fea. Visto lo visto, mi significado para la autofobia es el miedo a estar solo. Ya lo concretaremos.
La claustrofobia es claustrofóbica. Me da ansiedad, miedo. La claustrofobia es meterte en la boca del león y aun sabiendo que no te va a hacer el mínimo daño estar asustado y atacado. Y eso da mucho miedo. No, no es autismo. No es abismo. Es a (mí) mismo. Y sí, esto es autofobia. La autofobia es como cuando entras a un ascensor que tiene los espejos en tres lados y te ves mil veces. Y te pegas un susto. Por eso digo que la claustrofobia y la autofobia van de la mano. ¡No! No van de la mano. Son siameses que nunca se han mirado a los ojos. Y eso es tan bonito como aburrido y escalofriante.
La autofobia viene del miedo a ti mismo. Viene porque sabes que no eres (solo) tú. Sois vosotros. Dentro de ese tú. Pero la cosa es que esos vosotros te dan miedo. Por lo menos, no confías en ellos. Necesitas a otra persona para que seáis vosotros porque no quieres que ese vosotros lo completen tus tús. La claustrofobia, sin embargo, viene de la autofobia.
A mí me gusta la gente que se asusta cuando entra a un ascensor de tres espejos. Así, como la claustrofobia y la autofobia, todos los miedos son siameses que no se miran. Y los miedos se convierten en un siamés con más de dos cabezas. Tantas como miedos hay en el mundo. Los miedos se convierten en el miedo. Y eso es guay.
Claustrofobia. Claustro significa cuarto, cámara. Fobia significa miedo. ¿Miedo a un cuarto? No. Creo que le falta algo. “Microclaustrofobia” podría estar mejor, pero las palabras se las inventan otros, no yo. Según la RAE, la claustrofobia es “fobia a los espacios cerrados”. Yo le añadiría “... y pequeños”. Pero esto no me interesa tanto, ya hablaremos de las causas más tarde.
Autofobia. Auto (aparte de coche) significa propio o por uno mismo. Fobia sigue significando miedo. ¿Miedo a uno mismo? ¿Miedo a mi propio yo? Tampoco lo creo. Me he inventado una palabra que me parece graciosa para describir este miedo: “soledadfobia”. (Lo que más o menos en euskera sería “bakartxofobia”, y esto es de lo que padecemos todos los estudiantes de cuarto). Aun así, esta palabra no la deberían de aceptar ni los que se inventan palabras. La RAE no acepta (o por lo menos no recoge en su diccionario) la palabra autofobia, y la única palabra que he encontrado para describir el mismo miedo es “monofobia”, pero tampoco la acepta y me parece más fea. Visto lo visto, mi significado para la autofobia es el miedo a estar solo. Ya lo concretaremos.
La claustrofobia es claustrofóbica. Me da ansiedad, miedo. La claustrofobia es meterte en la boca del león y aun sabiendo que no te va a hacer el mínimo daño estar asustado y atacado. Y eso da mucho miedo. No, no es autismo. No es abismo. Es a (mí) mismo. Y sí, esto es autofobia. La autofobia es como cuando entras a un ascensor que tiene los espejos en tres lados y te ves mil veces. Y te pegas un susto. Por eso digo que la claustrofobia y la autofobia van de la mano. ¡No! No van de la mano. Son siameses que nunca se han mirado a los ojos. Y eso es tan bonito como aburrido y escalofriante.
La autofobia viene del miedo a ti mismo. Viene porque sabes que no eres (solo) tú. Sois vosotros. Dentro de ese tú. Pero la cosa es que esos vosotros te dan miedo. Por lo menos, no confías en ellos. Necesitas a otra persona para que seáis vosotros porque no quieres que ese vosotros lo completen tus tús. La claustrofobia, sin embargo, viene de la autofobia.
A mí me gusta la gente que se asusta cuando entra a un ascensor de tres espejos. Así, como la claustrofobia y la autofobia, todos los miedos son siameses que no se miran. Y los miedos se convierten en un siamés con más de dos cabezas. Tantas como miedos hay en el mundo. Los miedos se convierten en el miedo. Y eso es guay.